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Mensaje por Rukasu Grey Vie Nov 22, 2013 8:50 pm

Hasta que el teleférico no empezó a andar, no entendí que realmente estábamos abandonando la Roca Hirviente. Por momentos todavía me creía soñando, aún atrapado en el poder de mi mente. Los soldados enmascarados seguían cargando mi cuerpo helado y entumecido, que lentamente, entre tiritar y tiritar, iba recuperando algo de su antiguo calor. Gloria por eso. Sin embargo, no me podía mover, ni sabía qué querían conmigo. La situación en la que estaba era, en pocas palabras, poco más que desesperante. Desesperante porque no sabía a dónde me llevaban, ni quiénes me llevaban, ni, como dije, por qué. Lo único que sabía a ciencia cierta era que el calvo barrigón se llamaba Raishin y parecía ser una suerte de pez gordo. Si estos tipos vinieron a rescatarlo a él a la máxima prisión de seguridad de la Nación del Fuego, algo debe saber... o tener. La otra cosa de la que estoy seguro es que el sujeto del tatuaje en la nuca es alguien con quien no quiero meterme. Alguien que está en un nivel completamente distinto. De vez en cuando dirigía alguna mirada furtiva, pero no lo suficiente como para que no la notara, y el mensaje era simple: "No hagas nada". Bastante innecesario, dado que prácticamente soy un pedazo de carne congelada. Los pasillos del primer piso ofrecen una vista bastante tenebrosa del patio. Un cuadrado llano y oscuro, ajeno al reflejo de la luna, que parece habitado por los fantasmas invisibles de miles de antiguos residiarios. Una leyenda bastante común entre los recurrentes de las celdas.A los lados, la cadena montañosa que sirve para recordarnos lo aislados que estamos de la humanidad. Por debajo puedo sentir el magma corriendo en ríos. Es raro, siempre tuve esa habilidad, y no recuerdo haber podido darle algún uso.Los pasos metálicos pierden su eco en el silencio de la noche, en la nada de esta prisión, en la tiniebla muda del espectro nocturno. Por momentos creo oír murmullos entre algunos de los dos que caminan delante. El calvo barrigón no hace mucho aparte de asentir o negar con timidez. El otro... El otro lo tiene totalmente atemorizado.
Entonces llegamos al teleférico. La caja que se mueve con cables que marca nuevos principios para los que salen y finales agonizantes para los que entran. La caja de acero que tantos anhelan y temen, casi en reverencia, casi en religión. Un par de palancas subieron y otras bajaron. En medio de la quietud, se abrió la puerta, susurraron los cables relajados, y antes de darme cuenta, estábamos todos a medio camino. En ese punto empecé a darme cuenta de que verdaderamente estaba saliendo de la isla, y ya no me importaba ni hacia dónde, ni con quién, ni por qué. Lo único que sabía, Jade, era que estaba fuera de esa prisión, un paso más cerca de vos. Volvía, después de tres meses, al mundo que te oculta, te arrebató de mí. Y te iba a encontrar. Los músculos de mi nuca ya no están tan tensos, ahora puedo moverlos un poco, y al girar mi cabeza, veo a Raishin-recordemos, el calvo barrigón-, temblando de pies a cabeza. Lo que hay en sus ojos no es miedo, no es temor, es algo más, algo tan demente y horrible que no conozco palabras para describirlo. Poco tiempo después nos bajamos del teleférico. Raishin y el hombre tatuado delante, escoltados por los otros tres guardias, y yo, un juguete de cera falsa levantado por manos que no hablan. En la orilla, un barco nos espera, con la llama negra y roja brillante al frente. Todos salven al Señor del Fuego y a la locura a la que nos lleva. Uno de los guardias se acerca al barco y hace una llama fulgurante con las dos manos. Desde la proa veo que algo se ilumina y titila un par de veces. Luego, la rampa se baja, perfectamente aceitados los engranajes. Subimos, y la falta de prisa me hace suponer que hubo algún acuerdo entre estos hombres y el alcaide de la prisión. No me sorprende, tenía rostro ese hombre de obedecer los sagrados comandos del oro y la plata. La tripulación de este barco aparentemente fantasma es la misma que la que encontrarías en cualquier otro lado: Hombres de tez morena, talantes recios y cicatrices por todos lados. Los pelos poblaban caras y brazos y espaldas, y muy pocos dientes en las bocas. Uno de ellos se acercó. Le faltaba el ojo derecho y tenía la boca torcida. Vestía un chaleco de cuero carmesí y unos pantalones grises, con las botas negras y lustrosas. La cimitarra que pendía en la cintura era llana y simple. La barba rubia del hombre delataba su procedencia de algún continente que no conozco.
-Los estábamos esperando, señor Luwong-dijo el pirata, con una voz sorprendentemente aguda. El único ojo que brillaba me miró-: Veo que hay uno de más.
-Eso no es de su incumbencia, Cuervo-respondió Luwong, el del tatuaje, mirándome, sin estar seguro de por qué estaba yo ahí-. ¿Está todo preparado para salir?
-Sí-respondió el otro-, lo está desde que se fueron, no lo dude. ¿Partimos?
-¿Hace falta que preguntes?
Luwong se marchó, junto con el calvo barrigón, y custodiado por los mismos tres guardias que en ningún momento se separaban de él.
-¿Qué hacemos con él?-Preguntó uno de los soldados que me sostenía.
Si Luwong oyó algo, no lo demostró. Siguió de largo y desapareció tras una puerta con dos faroles a los lados.
-Déjalo en uno de los cuartos de carga-Dijo el Cuervo, con algo de pena en la voz. Bueno, por lo menos alguien se lamenta de mí.
Los guardias no contestaron nada, solo se movieron y me llevaron en la misma dirección que Luwong. Lentamente se acercaba la puerta de los faroles. Cuando se abrió, ya no estaba seguro de que no me importara mi lugar de destino.
Rukasu Grey
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